FIN DE LA CONFEDERACION PERUANO BOLIVIANA

FIN DE LA CONFEDERACION PERUANO BOLIVIANA

Secciones
Velasco Y Ballivián Se Pronuncian En Bolivia Contra Santa Cruz. (ver—>)
Santa Cruz En Lima. (ver—>)
Santa Cruz En Arequipa. Y Su Fuga A Guayaquil. (ver—>)
El Final De Santa Cruz (ver—>)
Regreso Del Ejército Restaurador: (ver—>)
Entrada Triunfal De Bulnes A Santiago. (ver—>)
El Costo De La Guerra. (ver—>)
Eclosión Del Sentimiento De La Nacionalidad (ver—>)
Semblanza de la sargento candelaria (ver—>)

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VELASCO Y BALLIVIÁN SE PRONUNCIAN EN BOLIVIA CONTRA SANTA CRUZ.

En Bolivia, el 21 de septiembre de 1837, el congreso de Chuquisaca se había pronunciado contra la Confederación en circunstancias que el ejército Chileno estaba en Arequipa. Firmado el tratado de Paucarpata y alejada la guerra con Chile, Santa Cruz reunió el mismo congreso en Cochabamba, en junio de 1838, y lo obligó a pronunciarse por la Confederación. Con este acto se enajenó la mayoría de la opinión consciente y perdió el apoyo que hasta ese momento le había prestado el general Velasco.

Santa Cruz había confiado (enero de 1839) el ministerio de la Guerra al general José Miguel de Velasco. Este general aceptó el cargo para afianzar un pronunciamiento contra Santa Cruz, que venía preparando desde hacía varios meses. El 18 de enero, dos días antes de la batalla de Yungay, mandó al teniente coronel Manuel Rodríguez que ocupara a Oruro. Las divisiones acampadas en Tupiza, Chuquisaca, Tarija, Potosí, Cochabamba, Oruro y La Paz se pronunciaron en los días 9, 14, 15 y 16 de febrero. Comenzaban con gran actividad los preparativos para marchar contra Santa Cruz cuando el 23 de febrero recibió la noticia de la victoria de Bulnes en Yungay. El día 28 le escribió felicitándole.

«Por una casualidad han tenido lugar los sucesos de Yungay y de Bolivia, como si hubieran sido combinados.»

El general José Ballivián, jefe del ejército que guarnecía el Estado sur peruano y el departamento de Arequipa, venía desde hacía tiempo conspirando por cuenta propia. Estaba irritado — dice Herrera — porque Santa Cruz lo había sustituido por un civil (Mariano Enrique Calvo) en la vicepresidencia de Bolivia. Ballivián tenía mayores aspiraciones: quería sustituir al propio Santa Cruz. Más cauto que Velasco, esperó el resultado de Yungay y junto con conocerlo, sublevó los batallones que tenía en Puno y en Vilque.

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SANTA CRUZ EN LIMA.

En la tarde del 24 de enero empezó a circular en Lima un rumor sordo y misterioso sobre una gran derrota sufrida por Santa Cruz. No se daban detalles ni fechas ni lugares, pero el pueblo, que hasta el día anterior creía invencible su brillante ejército, lo daba por derrotado.

Horas más tarde, en la noche del mismo día 24 de enero, un pequeño grupo de diez jinetes, cubiertos de polvo y con sus cabalgaduras chorreando sudor, se detenía en las puertas del palacio de Riva Agüero. La formaba el general Santa Cruz, Casimiro Olañeta, los coroneles Espino, Pareja (sobrino del almirante español), Morote y Arruiseño y cuatro soldados. Galopando sin cesar durante el día y la noche, deteniéndose sólo para saltar de los caballos rendidos a los de repuesto, y para tomar de pie un ligero alimento, habían salvado en cuatro días las 100 leguas peruanas que median entre Lima y Yungay.

Santa Cruz refirió a Riva Agüero la magnitud del desastre y la gravedad de la situación. Su última esperanza era que Herrera obtuviera la paz directamente del gobierno chileno, respetándole la presidencia de Bolivia a trueque de la disolución del Protectorado. Pero, entre tanto, era necesario impedir el estallido que venia incubándose en Bolivia y conjurar el posible levantamiento de la capital. Lanzó una proclama e hizo valer las fuerzas militares que aún le quedaban. No encontró eco y se produjo el sálvese quien pueda. Cada general y cada funcionario tomó lo que encontró a mano. Olañeta se apropió los tejos de oro que había en la casa de moneda; García del Rio, del dinero; el gran mariscal Mariano Necochea alcanzó a reunir unos $7.000; Miranda $4.000. Otros cargaron con las mazas de plata del cabildo, tinteros, candelabros y los numerosos objetos del mismo metal que había en el palacio de gobierno y en las demás oficinas públicas; otros vendieron a precios irrisorios los pagarés de aduana y demás efectos públicos que estaban en las arcas fiscales.

Mientras sus ministros, mariscales demás funcionarios preparaban sus maletas, Santa Cruz llamó a Lima a la columna del general Vigil, que estaba en Miraflores, para prevenir una sublevación; revistó las tropas del Callao, e hizo que Riva Agüero reuniera el día 26 al cabildo eclesiástico, los miembros de los tribunales y algunas personas de importancia, para que firmasen un acta de adhesión. En la tarde del mismo día, Riva Agüero abandonó su cargo de jefe del Estado nor peruano y se embarcó en el Callao, rumbo a Guayaquil, con los mariscales Miller y Necochea y las personas de su séquito.

Comprendiendo que nada le quedaba que hacer en Lima, Santa Cruz salió con rumbo a Arequipa el 28 de enero. Dejó la ciudad a cargo del general Vigil, que mandaba una columna de 500 hombres; y el Callao, al de Morán, con otra de 400. Con la ocupación de Lima por Gamarra, el 27 de febrero de 1839, quedó concluida la campaña contra la Confederación en el Estado nor peruano.

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SANTA CRUZ EN AREQUIPA Y SU FUGA A GUAYAQUIL.

El 11 de febrero llegó a Arequipa la noticia de la derrota de Santa Cruz en Yungay. Mandaba en esta ciudad el mariscal Cerdeña que, lo mismo que Morán, permaneció fiel a su jefe hasta el último momento. Tenía bajo sus órdenes al batallón Puno. Santa Cruz, ignorante de la tormenta que se había desencadenado en Bolivia, llegó a Arequipa el 14 de febrero. Sus partidarios le exteriorizaron su adhesión, pero el pueblo permaneció retraído, no por hostilidad al mandatario, sino por superstición. Toda la población recordó que “en igual día, a la misma hora y por el mismo camino”, había entrado vencido y prisionero el general Salaverry, y diputó la coincidencia como augurio fatal para el Protector.

Al día siguiente, 20 de febrero de 1839, un mes después de Yungay, Santa Cruz renunció al Protectorado y a la presidencia de Bolivia en términos sobrios. Las masas, azuzadas por Pedro José Gamio, a quien acababa de nombrar prefecto, le exigieron que pusiera a su disposición el batallón Puno, que lo protegía. Santa Cruz cedió, pero Cerdeña, previendo lo que iba a ocurrir, rehusó la exigencia y fue sitiado en la casa consistorial, hasta arrancarle la promesa de que entregaría el batallón junto con salir Santa Cruz. Una parte de la multitud se fue al potrero donde pacían los caballos de la tropa y se apoderó de ellos.

La narración de los detalles de la fuga de Santa Cruz, está tan deformada por el apasionamiento, que es imposible esclarecer la verdad desde los documentos de la época. Sólo se sabe con seguridad que Gamio convocó a la multitud a un cabildo abierto para considerar la situación que se había producido con la renuncia de Santa Cruz, y Cerdeña aprovechó la coyuntura para sacarlo de Arequipa. Salió a pie y en medio del batallón, en las afueras del pueblo, montó a caballo y continuó el viaje, custodiado por el mismo batallón Puno, con rumbo a Islay

Sus tribulaciones no habían concluido. El 21, el batallón Puno se sublevó. Su jefe, el coronel Larenas, que intentó sofocar el motín con la compañía que iba escoltando a Santa Cruz, fue muerto por los soldados y Santa Cruz y Cerdeña lograron escapar a uña de caballos. En Islay lo esperaban el vicecónsul inglés, míster Thomas Crompton y la corbeta “Samarang”, de la real armada británica. En previsión de lo que podía ocurrir, el capitán envió a tierra un pelotón de 50 marineros armados. La medida fue providencial, pues Gamio, apenas supo la sublevación del Puno, destacó a Islay doce soldados de caballería, con orden de apresar al ex Protector. Llegaron a tiempo, mas no pudiendo imponerse a las fuerzas de la marinería inglesa, tuvieron que conformarse con presenciar el embarque de Santa Cruz en la “Samarang”. Inmediatamente, la corbeta dio la vela con rumbo a Guayaquil, donde Santa Cruz fijó su residencia, para quedar a las miras de los sucesos de Bolivia, del Perú y de Chile.

Antes de salir de Arequipa, había lanzado sendas proclamas de despedida a Bolivia y al Perú. Redactadas en tono templado; con ellas quiso prevenir la violenta reacción de odio que se ensañaba en los mandatarios caídos, pero no lo logró. La animosidad contra Bolivia se convirtió en el sentimiento central del Perú independiente. No fue menos violenta la reacción de Bolivia; la asamblea constituyente anuló todos sus actos y providencias a contar del 14 de junio de 1835 y los acuerdos de los congresos de La Paz, Tapari y Cochabamba desde 1835 hasta 1838. Y no contenta con esto, el 1° de noviembre de 1839 declaró

«a Andrés Santa Cruz, presidente que fue de Bolivia, insigne traidor a la patria, indigno del nombre de boliviano, borrado delas listas civil y militar de la república y puesto fuera de la ley desde el momento que pise su territorio»,

y lo privó de sus bienes.

En 1840 publicó Santa Cruz el célebre manifiesto de Quito, destinado a justificar su actuación, vaciar su odio contra Prieto, Rosas y Gamarra y a vengarse de los que lo traicionaron después de haberlo elevado al poder: Velasco, Ballivián, Olañeta y otros.

En Guayaquil, el ex Protector encontró amparo en su amigo y admirador Vicente Rocafuerte, quién desempeñaba esa gobernación después de dejar la presidencia de la República. En el gobierno ecuatoriano encontró todo género de auxilios encaminados a facilitarle la recuperación del gobierno de Bolivia. Desde Guayaquil, empezó a tejer una vasta red de intrigas y conspiraciones, que se desarrollaban por intermedio de los partidarios que había dejado en Bolivia. A fin de no alarmar a Chile, limitó sus aspiraciones a la recuperación del mando de Bolivia. Fsta determinación le permitió combinarse con los caudillos peruanos que, como Vivanco y Grbegoso, -aspiraban a apoderarse del mando en el Perú

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EL FINAL DE SANTA CRUZ

Los cinco años corridos entre_1839 y 1844 fueron de continua inquietud para Chile, que se vio obligado a eäercitar una intervención casi constante en los asuntos del Perú y de Boivia, para prevenir el regreso de Santa, Cruz y una nueva campaña análoga a la de 1837-1839.

La muerte de Gamarra en Ingaví desató nuevamente la anarquía en Perú; los generales San Román, La Fuente, Vivanco, Torrico y Orbegoso, se disputaron la herencia de Gamarra, apoyados en fracciones del ejército.

En Bolivia, el desenlace dela batalla de Ingaví, afianzó a Ballivián en el mando de Bolivia, pero Santa Cruz , en 1842 logró anudar una nueva conspiración, que consideraba el asesinato de Ballivián. Descubierta en el último momento, llegaron al patìbulo catorce conspiradores principales, entre ellos el teniente coronel Fructuoso Peña, sobrino de Santa Cruz.

El 16 de agosto de 1843, en connivencia con Vivanco, que gobernaba en Perú, Santa Cruz se embarcó en Guayaquil con rumbo a Cobija o a puertos intermedios, para encabezar una revolución contra Ballivián. Consiguió desembarcar el 13 de octubre cerca de la caleta de Camarones, siguió el valle de Lluta y se ocultó en Chapiquina (cordillera de Lauco), cerca de la frontera boliviana. Sus partidarios, más el cónsul inglés Wilson y la casi totalidad de los extranjeros, desplegaron una actividad febril en la preparación de un cuerpo de ejército que invadirìa los departamentos de Bolivia lindantes con el Perú.

En ese momento un grupo de caudillos encabezados por Castilla, ue poco más tarde debían derribar a Vivanco, ya eran dueños del artamento de Molquegua (provincias de Moquegua, Tarapacá y Tacna) y habían constituido unajunta de gobiemo provisoria. Descubierto el desembarco y su escondite, un corto piquete de caballería lo apresó sin resìstencia, en la medianoche del 2 de noviembre de 1843 y lo condujo a Moquegua.

La persona del ex Protector se convirtió en una brasa de fuego y su vida corrió graves riesgos en los primeros dias de su prisión. Lo único que consta en documentos es que hubo una negociación entre la junta de Moquegua y Ballivián para definir el destino de Santa Cruz, y que en los primeros momentos, el presidente Ballivián se inclinó a la solución radical. Pero un motín encaminado a libertar al Protector antes de que se le sacara de Moquegua, aceleró su entrega a una escuadrilla chilena que, al al mando del capitán de fragata Pedro Díaz Valdés, fhabía sido enviada para solicitar su entrega al gobierno chileno. Así, el 1° de febrero de 1844, Santa Cruz quedaba a bordo de la “Chile”, previo un recibo del capitán Díaz Valdés por el cual se comprometía a retenerio a bordo de su nave en el puerto de Arica, mientras la junta confirmaba oficialmente la orden de entregarlo. A pesar de esta cláusula, obedeciendo la orden del gobierno de zarpar inmediatamente después que Santa Cruz estuviese a bordo, dio la vela con rumbo a Valparaíso el 14 de febrero de 1844, sin avisar su partida a las autoridades ni al cónsul de Chile en Arica, Ignacio Rey y Riesco,

Más tarde, como la situación de Santa Cruz, complicada por la intervención de tres gobiernos que se creían con iguales derechos, amenazaba agravarse la cancillería chilena resolvió enviar al fiscal de la corte de apelaciones Manuel Camilo Vial, con el carácter de agente confidencial, para arreglar con la junta peruana todo lo relacionado con el destino del ex Protector, dando explicaciones satisfactorias a la junta. Cumplido este deber de cortesia, debia insistir en el envío de Santa Cruz a Europa, en condiciones que dieran seguridad de que no volvería a intrigar contra el orden interior y la paz del Perú y de Bolivia, y como recurso provisional, proponer su internación en Chile, con la exclusiva responsabilidad del gobierno chileno, hasta que se obtuviesen las seguridades deseadas.

La indignación que causo a los partidarios de Santa Cruz su entrega a Chile fue tan violenta que amedrentó a las autoridades peruanas, y el prefecto de Moquegua, el coronel José Félix Iguain, solicitó oficialmente Rey y Riesco su devolución, pidiendo confidencialmente que se retrasase el retorno de la nave que lo conducía. No contento con esto escribió una carta personal para el general Bulnes, de quien había sido subaltemo en la campaña de 1838-1839, en la cual le suplicaba que demorase la devolucion del ex Protector,

«porque de lo contrario a mi no me queda más arbitrio que fusilar a Santa Cruz, pues nunca permitiré que la restauración corra el menor riesgo.»

Vial no encontró en Moquegua a ninguno de los miembros de la junta de gobierno, que estaba dispersa, y se limitó a hacer que Iguaìn, en un documento reservado, regularizara la entrega de Santa Cruz a Diaz Valdés, suprimiendo la cláusula que disponía su devolución al gobierno peruano, cuando éste decidiera pedirla.

No pudiendo adelantar más en el sur del Perú, el agente clrileno se dirigió a Lima, a esperar el término de la guerra civil. El 11 de enero de 1845 Vial aprovechó la presencia de Castilla en Lima para llegar a acuerdo sobre el destino de Santa Cruz. Sin mayores dificultades, convino con el general,

Santa Cruz quedaria a cargo del gobiemo chileno, hasta que se le pudiera remtir a Europa por un plazo que no bajara de seis años, dando garantias de no regresaría América, sin licencia de los gobiernos del Perú, Chile y Bolivia. Ambas partes se obligaban a empeñarse con el gobierno delBolivia para que le restituyese los bienes que le fueron secuestrados en 1839 y le asignara una pensión para su subsistencia.

En el intertanto, el 2 de mayo de 1844, Santa Cruz quedaba cómodamente instalado en Chillán bajo custodia del general Viel, francés y alegre y vividor, con carta blanca para gastar todo lo quese le ocurriera en atender a su huésped. Viel lo trató y se trató a si mismo a cuerpo de rey: cocinero francés, los mejores vinos de Burdeos, champaña a discreción, caballos, mozos y escopetas siempre listos, para que el ex Protector se distrajese en la caza, a la cual era gran aficionado. La sola mesa de Santa Cruz costaba $500 mensuales, que dejaban sentir sus efectos en la severa y parsimoniosa economía de los gastos fiscales hacia esa época.

La retención de Santa Cruz, acabó por convertirse en una complicación para el gobierno. por el interés de los gobiernos de Inglaterra y Francia por su suerte, que supo diestramente provocar. El 14 de agosto de 1844, el cónsul inglés en Santiago, Walpole, dirigió al gobierno chileno una nota, ennombre de su gobierno, en la cual le aconsejaba, como medida de sabia politica, poner en libertad a Santa Cruz, y si esto no era posible, le pedia que no le impusiera ninguna restricción irmecesaria. En nota datada en París el 31 de julio, el ministro de Chile en Francia comunicaba que el ministro Guizot le habia manifestado vivo interés por la suerte de Santa Cruz y sondeado sobre la manera cómo sería recibida la interposición de la amistad franco-chilena en favor del ex Protector. Un mes más tarde, el propio rey Luis Felipe le habló en favor de su amigo, el mariscal Santa Cruz.

Finalmente, el 7 de octubre de 1845, en una reunión en Santiago con participación de Benito Laso, or el gobiemo peruano, de Joaquin Aguirre por el de Bolivia, y el ministro de Relaciones Exteriores de Chile, se firmó un acta, cuyas principales cláusulas eran:

— Santa Cruz saldría inmediatamente con destino a un puerto europeo por seis años;

— el gobierno de Bolivia se comprometía a devolver a Santa Cruz todos los bienes de su propiedad, inclusive los frutos percibidos por el tesoro de Bolivia, y

— el mismo gobierno se obligaba a pasarle una pensión de $6.000 anuales.

— Santa Cruz debía dar su palabra de honor de no regresar a América sin previo acuerdo de los tres gobiernos pactantes y sus bienes quedaban hipotecados para garantizar el cumplimiento de su palabra.

El 17 de diciembre se canjearon las ratificaciones. Se exigió a Santa Cruz que ratificara por medio de un documento triple las obligaciones que le imponía elconvenio de octubre, A fines de enero, se le puso en libertad. Se instaló en Valparaíso para esperar que se le reuniera su familia y el 20 de abril de 1846 se embarcó en la fragata mercante francesa “Nueva Gabriela”. Se despidió cortésmente de todos los amigos y funcionarios chiienos con quienes estuvo en contacto. Al tornar el bote para embarcarse se volvió del lado de tierra yì se despidió de Chile con un “adiós, paìs de mi ruina”.

Santa Cruz se instaló en París con los pocos recursos que alcanzó a recibir del gobierno boliviano. Más adelante Belzú se adueñó del gobierno de Bolivia y lo nombró ministro de Bolivia ante varias cortes europeas, inclusive el gobiemo republicano de Francia y la Santa Sede., y en 1855 lo jubiló con la tercera parte de su sueldo.

El mismo año de 1855, vencidos ya los seis años de su ostracìsmo, regresó de Europa a Buenos Aires, donde ya no mandaba Rosas. Siguió viaje a Salta, desde donde se presentó de candidato a la presidencia de Bolivia, como contendor del general Córdoba, yerno y candidato de Belzú., Vencido en las urnas, pidió a su adversario licencia para radicarse en Europa, que le fue concedida con la mitad del sueldo correspondiente a su grado militar. Mas, se quedó en Salta reuniendo armas y soldados para intentar apoderarse del mando de su patria. A petición de Córdova, el gobierno de Salta lo expulsó de esa provincia y fue a radicarse en Entre Ríos, al amparo del general Urquiza, presidente de la República Argentina. Adquirió en esa provincia vastas haciendas y pareció haberse radicado definitivamente en Rosario del Paraná, donde vivía en 1859, dedicado en forma exclusiva a la atención de sus grandes estancias. Poco más tarde volvió nuevamente a Europa y fijó su residencia en Versalles, donde falleció el 25 de septiembre de 1865.

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REGRESO DEL EJÉRCITO RESTAURADOR.

La animosidad que se despertó en Perú contra Bolivia después de Yungay generó una situación complicada al gobierno chileno. No convenía que el ejército retornara antes de que el gobierno peruano se consolidara y lograra formar un ejército propio, capaz de prevenir una reacción de Santa Cruz, radicado en Guayaquil. Pero ese mismo ejército hacía urgente su retorno para que no resultara involucrado en la guerra que se preparaba en Perú.

En los primeros días de abril de 1839, Bulnes bajó de la sierra, cuya posesión ya no era necesaria, con rumbo a Lima para reembarcarse a Chile. El 1 8 del mismo mes, estaba en esta ciudad, y sucesivamente fueron llegando los distintos cuerpos. Lima los recibió ahora con simpatía cariñosa y comunicativa.

A mediados de junio se embarcó el general Cruz con los batallones Carampangue, Valparaíso, Santiago y Aconcagua, una compañía de artillería y los escuadrones de carabineros y de lanceros. El convoy llegó el 11 de julio a Valparaíso, donde los batallones fueron recibidos con un entusiasmo delirante.

Las mismas naves dieron de nuevo la vela con rumbo al Callao, a donde llegaron a comienzos de octubre de 1839. El 19 de este mes se embarcó Bulnes con el resto del ejército. Las autoridades, las corporaciones y el pueblo de Lima en masa acudieron al Callao. Antes de dar la vela, Bulnes se despidió del Perú con una sentida y sencilla proclama.

«Las promesas de Chile y las mías se hallan cumplidas y satisfechas. El presidente de mi República os había dicho: `Caigan para siempre los usurpadores americanos y vuelvan a sus hogares los soldados de Chile, sin dejar en vuestro suelo más recuerdo de la guerra que la amistad que hayan estrechado con vosotros, y el desinterés con que os hayan dejado en el libre ejercicio de vuestra soberanía.»

El 7 de noviembre llegó Bulnes a Talcahuano, que era el punto de reunión, y en este puerto tuvo que esperar diecinueve días a los transportes más atrasados. El 28 del mismo mes llegaba la escuadrilla Valparaíso. El entusiasmo de la ciudad llegó hasta exigir la permanencia de los cuerpos expedicionarios por algunas semanas en su seno. En parte por complacerlo y en parte para dar un descanso a la tropa, el gobierno accedió a los deseos del pueblo de Valparaíso.

Prieto pidió a Bulnes que expresara algún deseo personal, para testimoniar la gratitud del gobierno y de la nación, y éste pidió, por única recompensa, la reincorporación de los militares dados de baja después de Lircay, y que se repusieran en su grado y honores a O’Higgins. El gobierno correspondió a la petición, llamando a filas a los generales Pinto y Lastra, mientras se estudiaba la reincorporación de los demás jefes y oficiales, y el 8 de agosto expidió un decreto que decía:

«El antiguo capitán general del ejército de Chile, don Bernardo O’Higgins, queda restituido a esta graduación con la antigüedad correspondiente a su primitivo nombramiento.»

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ENTRADA TRIUNFAL DE BULNES A SANTIAGO
(Relato de Alberto Blest Gana, que presenció el desfile.)

Desde la mañana del 18 de diciembre de 1839, reinaba en Santiago una agitación extraordinaria. La ciudad estaba embanderada, y los habitantes, sin distinción de edades ni condiciones sociales, habían dejado las casas, vestidos con sus ropas domingueras, para presenciar la entrada triunfal del ejército vencedor de Yungay. Una crecida muchedumbre se dirigió en verdaderas oleadas hacia la entrada del camino de Valparaíso, a encontrar a las tropas que debían llegar al arrabal poniente cerca del mediodía. El grueso de la población se estacionó a ambos lados del paseo de la Alameda de las Delicias (actual avenida Bernardo O’Higgins), formando un hormiguero humano de media cuadra de espesor, a lo largo del trayecto que el ejército debía recorrer. Muchos hombres y muchachos se treparon a los álamos, otros colgaban de los postes que sostenían las tribunas, y los demás pugnaban por mejorar de colocación.

Lujosos arcos triunfales, con emblemas y 1etreros,en versos, se levantaban en el centro de la Alameda. A ambos lados, en las avenidas laterales, se habían construido tribunas altas, adornadas con guirnaldas de arrayán y de flores, con banderas y brocatos, en extensión de muchas cuadras. Se reservaron las necesarias para los niños de los colegios y de las escuelas públicas, y el resto las ocupaban la aristocracia y las familias pudientes.

Las bandas de músicos de los batallones cívicos de Santiago tocaban sin cesar el himno de Yungay, para -calmar la nerviosidad provocada por la larga espera. Al fin, poco después de mediodía, la cabeza del ejército restaurador entró al paseo de la Alameda. Encabezaba la marcha la banda del Carampangue, que había ido a reunirse con sus compañeros de heroísmo, con un animado pasodoble. Las bandas de cívicos rompieron una vez más con el himno de Yungay. Pero sus notas fueron supeditadas por un atronador e interminable ¡Viva Chile!, que se elevó desde los pechos de los millares de concurrentes.

Venía a la cabeza del desfile el general Bulnes, trayendo a su derecha al presidente de la República. Le formaban escolta los ministros de Estado, el cónsul de,Francia, M. Cazotte, las corporaciones civiles y el más brillante estado mayor que había visto Santiago. A su paso, estalló una ovación clamorosa, delirante, que apagó nuevamente a las bandas de músicos. Le seguía Baquedano, al frente del estado mayor. El pueblo lo sentía algo suyo. Sentía en la sangre la frenética carga de caballería que decidió la batalla de Yungay. Un estallido de agradecimiento colectivo nimbó las sienes curtidas de Maturana. La admirable puntería de sus cañones había demolido las trincheras insalvables, delante de las cuales se arremolinaban los batallones chilenos, sin poder penetrar en ellas. Pero la ovación más clamorosa y la- que brotó más espontánea del corazón del pueblo chileno fue la que se tributo a Candelaria Pérez, la heroína del Pan de Azúcar. La concurrencia preguntaba por ella ansiosamente, se la quería conocer, tocar, abrazar si fuera posible. Todo el mundo la imaginaba hembra recia y membruda, y cuando la multitud la descubrió, quedó por un instante como en suspenso delante de su silueta delicada, casi endeble, y de su rostro moreno, de facciones finas y agraciadas, delicadamente femeninas. Acto continuo, estalló la aclamación, una aclamación delirante e interminable, que dificilmente recibirá en Chile otro ser humano. Juan Colipí, el otro héroe popular, había fallecido junto con pisar el suelo de la patria, y todo el corazón del pueblo convergió hacia Candelaria.

Al paso de cada jefe y de cada cuerpo, las ovaciones se repetían sin cesar. El pueblo estaba maravillado. Los uniformes relucientes de galones dorados y los penachos de plumas tricolores que flotaban al viento, eran los mismos de las paradas militares; pero esta vez los llevaban hombres “de un temple superior al de los simples mortales”.

El cortejo marchaba en medio de una lluvia de flores. Los caballos, enardecidos, tascaban el freno y sembraban el trayecto de copos de espumas blancas, y la concurrencia repetía en todos los tonos de la voz humana:

¡Viva el vencedor de Yungay!

¡Viva el mariscal de Ancach!”

La comitiva se detuvo debajo de un arco, y una orquesta entonó los primeros versos del coro de la Canción Nacional (los versos fueron cambiados en 1847), en medio de una profunda emoción:

«Ciudadanos: el amor sagrado
de la patria os convoca a la lid:
libertad es el eco de alarma
la divisa: triunfar o morir. .

A continuación, las voces infantiles de millares de niños entonaban la canción de. Yungay:

Cantemos la gloria
del triunfo marcial
que el pueblo Chileno
obtuvo en Yungay.

Era la apoteosis en vida, tributada a un solo hombre, en el que se encarnaba, por el momento, toda la gloria conquistada bajo su mando, por millares de heroicos sacrificios rendidos a la grandeza de la patria común.

La orquesta rompió nuevamente con los acordes de la Canción Nacional; un canastillo que se cernìa en la altura se abrió, dejando caer una nueva lluvia de flores, y de blancas palomas mensajeras destinadas a difundir por el orbe la fama del “héroe sin par”; y la comitiva prosiguió hacia la Plaza de Armas.

Mientras se desarrollaban estas escenas, los deudos de los oficiales y soldados de los cuerpos que recién llegaban, atropellando los cordones, se mezclaban a las tropas para abrazar al marido, al hermano, al novio o al amigo. Muchas, en vez del deudo buscado, sólo encontraban la noticia de su muerte en el campo de batalla o en los hospitales improvisados. Y sus sollozos y gemidos se perdían, sin despertar una palabra de conmiseración, en el

Terminado el recorrido de la sección de la Alameda, las tropas se dirigieron a la plaza de la Independencia, que estaba también profusamente adornada con arcos, banderas y colgaduras. El presidente, el general Bulnes, los ministros, el cuerpo diplomático, los altos funcionarios, los jefes y los oficiales asistieron a un Tedéum, mientras las tropas tomaban la dirección de sus cuarteles, iluminadas por el crepúsculo del día que se iba, y los rayos de la Luna, que brillaban en la diáfana atmósfera primaveral.

En la noche, Bulnes y numerosos jefes y oficiales asistieron al teatro. Sus presencias despertaron en la concurrencia la renovación del entusiasmo delirante de la tarde. Se tocó la Canción Nacional, y los actores tuvieron que esperar mucho tiempo que cesaran los vivas, para empezar la representación.

Desde las calles centrales hasta el último arrabal, había circulado profusamente la proclama con que Prieto saludó a los triunfadores:

«Saboread nuestra gloria. Leed en los semblantes de vuestros hermanos la emoción profunda con que os contemplan. Recibid sus cordiales felicitaciones. Recibid entre ellos la del que se lisonjea de tener un título precioso a los recuerdos de la posteridad en el brillo que durante su administración habéis dado a la patria.»

Por decreto de 23 de diciembre de 1839, se disolvió el ejército restaurador del Perú, y se nombró al general Bulnes general en jefe del ejército permanente, e inspector general de él y de las guardias cívicas de la República.

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EL COSTO DE LA GUERRA.

Santa Cruz se había alejado de_Chile en 1828, llevándose la imagen de un país políticamente disuelto y financieramente en bancarrota, incapaz de desplegar un esfuerzo militar sostenido. Entre los motivos que inducían al Protector a pensar así, figuraba en primer término la escasez de recursos. Sus batallones y sus arsenales sólo contaban con unos pocos miles de viejos fusiles de cazoleta, ya anticuados y en su mayoría descompuestos. Para renovar el armamento tendría que encargarlo a Europa, para lo cual necesitaba tiempo y dinero. La formación del ejército, su disciplina, su equipo, su transporte al Perú y su abastecimiento durante la campaña exigían ríos de dinero, y Chile no tenía un peso, ni medios de procurárselo.

Con estos antecedentes se comprenderá la estupefacción con que las cámaras y el país se impusieron del pasaje de la memoria de Hacienda, correspondiente a 1839, en que el ministro del ramo, Joaquín Tocornal, decía:

«Apenas, señores, puedo ser creído. Las rentas ordinarias, con ligeros auxilios, han bastado para tan ingentes desembolsos.»

Al asombro sucedió una sensación de viva curiosidad. ¿Cómo se había operado este milagro? El ministro acababa de decir que no habían aumentado las entradas; no se había impuesto ninguna contribución extraordinaria ni empréstitos forzosos, ni se habían hecho requisiciones.

Los ligeros auxilios a que aludía Tocornal habían consistido en $77 mil suministrados por los acreedores cuyos títulos aún no habían sido reconocidos, en cambio del reconocimiento y el abono de intereses; $105 mil, producto del empréstito patriótico voluntario; y en el estímulo al pago de las contribuciones atrasadas, mediante la rebaja de los intereses penales. Y al cerrar el ejercicio financiero de 1839, estaban pagadas todas las cuentas del fisco; se habían abonado $42 mil al empréstito patriótico; se había hecho una amortización extraordinaria de $72 mil a las deudas no consolidadas por sueldos civiles y militares, montepío de viudas y pensiones piadosas, cuyo pago estaba suspendido desde 1817.

«Con estos recursos -decía Tocornal- se equipó y armó la primera expedición, que fue desbaratada en Quillota por la mano ensangrentada de Vidaurre; se repararon los desastres que causó la revuelta; se alistó el ejército que condujo al general Blanco al Perú y fue necesario repatriar después de Paucarpata, menoscabado en sus fuerzas, desmejorado en su armamento, desnudo de equipaje y alcanzando al estado de considerables sumas.

Con los mismos recursos se formó la segunda expedición, se envió de refuerzo al batallón Auxiliares, se equiparon los batallones Talca y Chillán y dos escuadrones de granaderos, y por fin se abasteció durante dos años a diez buques de guerra, que con el auxilio del ejército, transformaron la faz del continente.»

A la sensación de asombro siguió la de incredulidad. Los incrédulos se añadieron motu proprío a la comisión encargada de examinar el voluminoso legajo de 250 páginas impresas a dos columnas.

El milagro existía, pero era un milagro operado por el buen juicio, la versación, el orden, la honradez y el espíritu de economía. La capacidad organizadora de Rengifo había estructurado financieramente al país y un gran administrador rigió la gestión económico financiera, suprimiendo en forma absoluta de todos los gastos que no eran de indispensable necesidad.

Lo mismo que en la expedición libertadora de 1820, el gobierno peruano debía subvenir a los gastos y al pago de los sueldos, mientras el ejército estaba en el Perú. Los preparativos de la guerra contra Bolivia y el estado de agotamiento en que había quedado el Perú después de cinco años de revoluciones, no habían permitido a Gamarra cumplir totalmente su compromiso, y el gobierno chileno tuvo que pagar, también, los sueldos del ejército y la marina. Con este pago, el total gastado ascendió a $2 millones. Victorino Garrido hizo gestiones encaminadas a arreglar estas cuentas.

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ECLOSION DEL SENTIMIENTO DE LA NACIONALIDAD

La victoria de Yungay despertó en el pueblo chileno un entusiasmo enloquecedor y duradero, sin distinción de clases sociales. La lucha por la emancipación sólo había logrado arrastrar los corazones de una parte de los criollos; la otra había sido realista y el pueblo había peleado indiferentemente del lado del rey o de la patria, empujado por el párroco o el patrón, y la independencia lo había dejado indiferente. En cambio, hizo suya la campaña de 1838-1839, y especialmente la victoria de Yungay. Bulnes, que había hecho las últimas campañas de la Independencia y había mandado tropas en la guerra civil, advirtió en la campaña de 1838 un cambio profundo en la moral del soldado chileno.

`«Es imposible formarse idea de las privaciones, escasez y contradicciones de todo género que hemos pasado. El enemigo “sólo ha sucumbido a un coraje y entusiasmo desconocidos en la guerra de la independencia y en las demás que han tenido lugar en nuestro país. Maipo ha sido una guerrilla en comparación de esta gran batalla.»

Medio siglo más tarde, todavía los episodios de la campaña del Perú, transfigurados por la fantasía, eran uno de los temas favoritos de los relatos con que el campesino y el jornalero urbano entretenían las horas muertas del hogar. Las dramatizaciones de las funciones de títeres y los romances populares grabaron profundamente en el alma nacional los episodios de la lucha, y la figura de los héroes en que simbolizó su esfuerzo guerrero: la sargento Candelaria, Colipí y el roto, representando al soldado chileno; el general Bulnes, ante cuyo carácter austero dieron bote las solicitaciones de la ambición, el mareo de la grandeza y la adulación, no se convirtió en caudillo, sino en el símbolo vivo del esfuerzo y del valor de todo el pueblo chileno.

La batalla de Yungay es el hecho más trascendental en la historia de la República. Fue la chispa eléctrica que determinó la eclosión del sentimiento de la nacionalidad, y de las fuerzas espirituales que se iban a transfigurar en un Estado organizado. La figura de Portales desapareció instantáneamente; su vigorosa personalidad se esfumó de la conciencia nacional y de la de los mismos hombres que habían sido sus admiradores y sus satélites. Pero su creación política: un gobierno impersonal, regido por instituciiones independientes de las personas que lo ejercían, que hasta 1839 se asentó en una tembladera. con el triunfo de Yungay se consolidó.

. Al día siguiente de Yungay, se produjo una desconectación entre el orden y los hombres que lo crearon, entre el gobierno y los individuos que lo ejercían. El país se sintió regido por una mano más segura y duradera que las de Portales, Prieto y Tocornal.

Del campo de batalla de Yungay surgió, por primera vez desde la Independencia, un vinculo que unió a todos los chilenos con un lazo común, por encima de las discordias interiores: la patria cesó de ser la causa de la independencia y el cariño al suelo natal; se transformó en el sentimiento de nacionalidad. Chile afirmó su personalidad a la faz de la América y del mundo.

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SEMBLANZA DE LA SARGENTO CANDELARIA

Candelaria Pérez, la heroína del Pan de Azúcar, se alejó para siempre del ejército y de la historia; y esta circunstancia justifica una ligera reseña biográfica.

En 1853, esta modesta hija del pueblo se había embarcado en Valparaíso para el Callao, como empleada de una familia holandesa. Mal avenida con sus patrones, quiso regresar a Chile, pero el destino, que tenía respecto de ella otros designios, le opuso una serie de dificultades. Con la protección de un caballero inglés, estableció una fonda en el Callao. Era conocida con el apodo de “la chilena”, y gozaba de reputación de valiente e intrépida.

Al llegar a ese puerto la escuadra chilena, se puso en comunicación secreta con su jefe por medio de un capitán de la marina mercante americana. Denunciada por una esclava, se la encerró en un calabozo; pero el general Guarda, que simpatizó con ella, la puso en libertad. Junto con salvar los umbrales de la cárcel, se unió al ejército restaurador, del cual formó parte durante toda la campaña.

Retirada con el exiguo sueldo de subteniente, a raíz del licenciamiento del ejército, Candelaria Pérez llevó una existencia oscura y atormentada por las dolencias. Diez años más tarde, el 20 de enero de 1849, se representaba en Santiago un drama intitulado “La Batalla De Yungay”, en el cual Candelaria jugaba uno de los papeles más importantes. El público descubrió su presencia en las galerías, y la hizo objeto de una cariñosa ovación. Esta satisfacción social fue la única recompensa extraordinaria que la patria dispensó a su heroísmo. Hacia 1849, cuando apenas frisaba en los cincuenta años, las enfermedades la habían postrado hasta convertirla casi en una inválida.

El 1° de julio de 1865, el senado denegó una solicitud suya para que se la declarara comprendida entre los militares acreedores a la gratificación peruana, o se le asignara una cantidad equivalente de fondos fiscales. Paralelamente al olvido en que había caído su heroísmo, el misticismo se había apoderado de ella, y en sus brazos entregó su alma al Señor.

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uente:
Francisco A. Encina: “Historia de Chile”

@Patricio Gonzalez Granifo,
Lo. que por sabido se calla, por callado se olvida.
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